"Foz en fiestas. Mi mujer y yo fuimos cenar a Tangarte, lleno total; somos clientes desde hace 30 años. Cogimos una mesa alta. Una camarera de la barra nos tomó nota de la bebida; “un Mencía, cerveza y Carta, por favor”. La camarera sirvió, antes de servir la copa, me disculpé por pedirle que en lugar de copa pusiera una botella. Ella soltó entre dientes un “¡ssáh!”, volvió con la botella y regresó a la barra. 20 minutos después la camarera pasó delante nuestro… “¿Por favor, podrías tomarnos...?” No terminé la frase, ella hizo un gesto displicente y masculló, “les pondrán mantel en esa mesa…” Y se fue. Pensamos que se dirigía a otros, nosotros estábamos sentados y bebiendo. La camarera pasó de vuelta… “Oye, por …” Otra vez no terminé la frase. “Un momento”, dijo ella y volvió a la barra. Al cabo de 10 minutos, la camarera tuvo un respiro, dudaba qué hacer y captó mi mirada. Le indiqué que seguíamos colgaos... La camarera, agresiva, se acercó y yo, apaciguador, le pedí: “por favor, atiende bien…” La camarera desató todo su estrés en tono muy faltón. Se produjeron los dimes y diretes de rigor y golpeado. Después de semejante atención, no nos tragaríamos la toxina de una camarera que desconocía el oficio. Ella volvió a la barra y nosotros seguimos colgaos de que nos tomaran nota, aunque la cena ya estaba jodida. La dueña del local iba y venía, desbordada como todos/as. Intenté hablarle, no me hizo caso, pero levantó un dedo y dijo, “Sí, ya lo he visto…” Fue a hablar con su camarera, a quien le escuchamos decir, “no tiene paciencia”. Yo, interpelado, las miré y moví mi dedo índice: no, no, no. La dueña volvió a pasar delante, intenté hablarle, pero ella se plantó delante y con los brazos abiertos y estirados, dijo: “¡pero ahora no, en cuanto pueda hablamos!” Y volvió a lo suyo, como no podía ser de otra manera. Poco después la escuchamos decir, alto y claro, “¡HAY QUE ATENDER A LA GENTE!”. A nosotros ya no nos sorprendía nada. De repente apareció otra camarera, sonriente, con delantal y dispuesta a tomarnos nota. Yo no atiné, pero mi mujer balbuceó, “chipirones encebollados”. La camarera sonriente volvió con cubiertos, platos muy bonitos y pan. Comenté a mi mujer que dejaríamos la comida sin probar, pagaríamos y nos iríamos, pero en ese instante irrumpió la dueña con una pregunta insólita, “¿están servidos?”. Asentí y ella, satisfecha, continuó su trabajo a mata caballo. Vimos pasar una procesión de platos delante de nuestras narices, hasta que una voz masculina atacó mi oreja a grito pelao: “¡¿CHIPIRONES ENCEBOLLAOS?!” El atacante era el mismísimo dueño, hombre simpaticón y entusiasta, dejó un plato de patatas con chipirones, se fue y ahí nos quedamos, con el marrón. Picoteamos sin ganas y en silencio. El dueño pasó otra vez y me preguntó de refilón, “¿todo bien por aquí?”, y desapareció. No me dio tiempo a responder el sarcasmo, un chipirón se me atragantó. Cuando el local ya estaba con menos gente, pedimos la cuenta a un camarero sudamericano que resultó ser alegre y rumboso. Vino a poner un poco de color a tan aciaga cena. La dueña, más relajada, parloteaba y reía con clientes de una mesa contigua. El rumboso volvió casi cantando, pagamos la cuenta y nos fuimos. Una camarera amargada no es problema del cliente. Son perogrulladas que ayudan a tomarse con humor la inexperiencia del servicio de hostelería, pero la mala educación, agresividad, falta de respeto y arrogancia que mostró la camarera de la barra, no son de recibo. Habría sido todo un detalle que la dueña hubiera escuchado nuestra versión de los hechos, cuando estimase oportuno, pero esta vez estuvo poco fina y falta de coherencia; ella sabe que su local es una expresión más de la cultura gastronómica de la zona y que la opinión de su público cuenta, igual que la suya. La camarera y la dueña, puesta de perfil, hundieron los dedos en la llaga del sector turístico: la falta de camareros/as profesionales. Una mala atención jode la comida más exquisita."